domingo, 20 de abril de 2014

7- Mellizos


“…Son igualitos!!!...”

Pocas cosas en la vida les molestaban más a Lucio y a Román que ese tipo de comentarios, a los que respondían con una mueca seria y silenciosa que congelaba el aire. No. A pesar del sorprendente parecido físico, los mellizos no se consideraban iguales entre sí. Por el contrario, se definían como complementarios. Sentían que uno tenía lo que al otro le faltaba, por lo que se completaban cuando estaban juntos. Y eso sucedía la mayor parte del tiempo.

El dinero no era un problema en el hogar de los mellizos. El padre era gerente general en la filial local de un laboratorio suizo y la madre, ama de casa de tiempo completo, aunque su mayor contribución al día a día de la familia consistía en resaltar detalles insignificantes a alguna de las tres mucamas. El resto del tiempo se esmeraba en gastar de modos cada vez más creativos la plata de su esposo. Shopping, spa, gym, personal trainer, terapia, tratamientos de belleza. No parecía una tarea sencilla ocupar días enteros entre tanta pavada improductiva, pero ella se las arreglaba de maravillas.

Los hijos? Bien, gracias. Nunca les faltó nada material, y suplieron la escandalosa indiferencia de sus padres ausentes reforzando su vínculo fraternal. Querían a sus padres, pero no los amaban. Las facturas se iban acumulando y tarde o temprano –probablemente al invertirse la ecuación y los padres comenzaran a necesitar a sus hijos-, tendrían que pagarlas una a una. Y con intereses. Román era la familia de Lucio y viceversa. Las demás personas del universo eran simples actores de reparto para ellos.

Aunque podían acceder a una educación de élite, los chicos eligieron el Divina Concepción de Jesús. Les quedaba cerca, sus amigos estudiaban allí y la exigencia era promedio. No tenían interés en pasarse la adolescencia entera pendientes del estudio. Sus padres, como era de esperarse, no tuvieron objeciones. Los mellizos eran chicos sencillos. Nunca se creyeron más que los demás por cuestiones materiales y mostraban valores dignos de destacar. Eran considerados, respetuosos e inteligentes.

Sin embargo, había algo que no estaba bien. Era difícil de percibir si no se los conocía bien, pero con el tiempo te golpeaba con la fuerza de la evidencia. Ellos eran de una manera cuando estaban juntos. Productivos, alegres, ocurrentes. De buen humor constante. Encantadores y carismáticos. Pero al separarlos, la cosa era bien distinta. Afloraba en cada uno una faceta oculta que parecía flotar como un velo detrás de una fachada social de corrección política.    

Román se volvía cínico. Locuaz y elocuente, hería innecesariamente con las palabras. Era cruel con los más vulnerables, usando el sarcasmo con una maestría indignante. Le iba bien con las mujeres, despertando interés aún donde no se lo proponía. Pero su sonrisa irresistible daba lugar al desprecio en el momento menos pensado.

“…Andate. Me aburrís…” –le gustaba decirle eso a las chicas un segundo después de que ellas se quitaran la ropa.

A Román le gustaba humillar.  

Lucio era diferente. Lejos de Román, se retraía y optaba por el silencio. Se aislaba. Su expresión se ensombrecía y su temperamento mutaba. Se volvía peligroso. Agazapado detrás de aquellos letargos momentáneos, yacía el germen de la violencia física. Intimamente, rogaba por una provocación. La más pequeña e insignificante. Y entonces brotaba el odio, el resentimiento. La ira enceguecida. Y hacia allá iba: Toda pelea era buena para él. Los mellizos estaban lejos de ser corpulentos, por lo que Román en general llevaba la peor parte cuando de golpes se trataba. Le habían roto la nariz tres veces y sus incisivos eran implantes carísimos (los suyos yacían en algún rincón del campo de deportes, luego de una discusión de partido). Las guardias de hospital eran testigos de un Lucio machacado pero sonriente. Amaba el sabor de la sangre.

En su casa y en la escuela estaban concientes de esa faceta. Sus padres intentaron solucionar la patología de Lucio de la única manera que sabían: Pagaron los mejores psicólogos, quienes al cabo de un tiempo de terapia concluyeron en que con el paso del tiempo su carácter iría ajustándose a las exigencias del entorno. Lo medicaron con un ansiolítico liviano y lo lanzaron de vuelta a su vida. Los episodios de furia se espaciaron hasta casi desaparecer.

Román y Lucio siempre estaban juntos.

Era mejor así para ellos. Y para el mundo también.  

sábado, 19 de abril de 2014

6- Beto


Contra todo pronóstico, Beto se había recibido de perito mercantil. Se llevó todas las materias que podía llevarse, año tras año, puntualmente. Pero de alguna manera los espíritus lo iluminaban con una chispa fugaz durante los veranos y él lograba saltar cada valla que aparecía en su camino. Con su esfuerzo, su simpatía y sus infaltables promesas a los profesores de que el año siguiente sería más aplicado, logró llegar a quinto año sin repetir. El último año –paradójicamente- le resultó más fácil que los anteriores. Finalmente le había tomado el tiempo a la secundaria y la cosa fluyó por primera vez en forma natural. Pero lo que Beto, al igual que muchos adolescentes sintió como un fin de ciclo, no era más que el portal de ingreso a un universo mucho más complejo.

Así fue que promediando diciembre, en esos días vacíos en los que se siente que el año ya terminó pero las fiestas navideñas todavía son una carta sin abrir, Beto estaba sentado en el living de su casa mirando la televisión con una indiferencia rara. Pasaban un infomercial sobre una máquina que pintaba las paredes sin esfuerzo y sin derramar ni una gota sobre la alfombra. El gordo tenía los ojos en la pantalla, pero sus pensamientos vagaban por un desierto estéril, dando rodeos en torno de una pregunta recurrente:

“Y ahora qué?”  

La adolescencia de Beto no fue sencilla. Sus padres se habían divorciado unos años antes. Tal vez por cierta falta de criterio o porque la presión que sentían no les había permitido considerar ese detalle, le comunicaron a Beto su decisión de separarse justo el día de su cumpleaños número trece. A juzgar por las miradas, darle la noticia a él era para ellos el paso más complicado del proceso, aunque Beto lo asumió con una sorprendente madurez, asintiendo con la cabeza a medida que sus padres le hablaban con tono condescendiente, alternándose. Las cosas no habían funcionado entre sus padres desde que él tenía memoria. Su madre era una buena mujer, pero sin demasiado carácter. Su padre era igual. Los dos trabajaban en distintos sectores de la misma empresa y se habían conocido en algún evento casual. Eran seres destinados a la medianía eterna. Sin ambiciones. Sin pasión. Y si bien –como no podía ser de otra manera- aquellas cuestiones nunca se expresaban abiertamente, podía respirarse en la atmósfera anodina que reinaba en aquella familia. Beto no era muy inteligente, pero si intuitivo como pocos. Aún en los albores de su pubertad comprendía con claridad que no había química entre sus padres. Definitivamente a aquella mezcla le faltaban ingredientes.

Aquel matrimonio murió de muerte natural. Languideció. Los dos esperaban que el otro traccione, sin entender jamás que si ambos tiraban juntos del carro no era necesario que uno de ellos fuera por delante. A veces la vida es una gran góndola de supermercados y simplemente tomamos el producto equivocado. Quizá tomar la decisión de divorciarse fue el único acto de coraje de los padres de Beto.

-          Y yo con quién me quedo? –preguntó Beto, en la mañana de un cumpleaños sin regalos, aunque con sorpresas.  
-          Lo mejor es que te quedes conmigo –dijo su madre-. Papá está de acuerdo.

Beto miró a su padre con los ojos húmedos. El bajó la mirada, un gesto que su hijo nunca le perdonaría. Se quedaron así varios minutos, los tres callados.

-          Hijo, nosotros vamos a ser tus padres siempre, aunque no estemos juntos. –dijo su madre.

El seguía mirando fijo a su padre, que no levantaba sus ojos del suelo y se pasaba lentamente las manos por las perneras de los pantalones como si no supiera qué hacer con ellas.

-          Papá?...

Su padre ladeó la cabeza como señal de que lo escuchaba, pero no dijo una palabra. Y seguía sin mirarlo.

-          No te preocupes, pa. Está todo bien…

Allí estaba el verdadero Beto. Hijo único, aunque no por eso especialmente mimado, había construido su relación con el mundo desde una perspectiva solidaria. Siempre protegiendo a quien necesitaba protección. Preocupado por el ánimo de su padre cuando era él quien acababa de recibir la peor noticia de su vida, se acercó a él y le dio un abrazo que pareció cubrirlo. A los trece, Beto ya era bastante más corpulento.

Dos días después su padre se fue de la casa.

Beto nunca más lo volvió a ver.












lunes, 8 de octubre de 2012

5- Repliegue en la noche


Pasada la hora estipulada, los cuatro amigos convergieron en el punto de reunión pactado. Daniel llegó primero. Su bolsa lucía hinchada y pesada, lo que daba indicios acerca de una faena exitosa con la que su armamento había tenido mucho que ver. Avanzaba agazapado entre penumbras, con la bolsa de consorcio en una mano y la ballesta en la otra. A unos treinta metros divisó una silueta que se movía hacia su posición de manera similar. Era Román. Su bolsa no estaba tan llena. Apenas dos gatos yacían al fondo de su boca negra y brillante de polipropileno. La pica de hierro era una extensión de su brazo derecho y la oscuridad sólo permitía advertir una humedad opaca en el punzante extremo de la herramienta, que se intuía roja. En instantes llegaron al mismo punto y Román expresó su sorpresa, aunque no levantó la voz.

-Ehhh!! Cuántos mataste?

-Este aparatito es un fierro! Creo que diez. No los conté.-Daniel hablaba con entusiasmo medido. Era una de sus características: Parecía que nada lo motivaba de verdad. Era un témpano- Y los otros? Los viste?

-No. Salieron para el lado de Las Heras y no me los crucé más…Mirá! Ahí viene mi hermano.

Lucio se acercó a ellos con gesto de contrariedad. Traía la bolsa en su mano izquierda, doblada en varias partes y reducida casi al tamaño de un pañuelo. En esa misma mano llevaba la punta aguzada tan limpia como la había recibido de manos de Daniel, quien al igual que Román lo miraba con curiosidad. Fue el mellizo quien hizo la pregunta al fin…

-Y? Cómo te fue?

Lucio arrojó la pica y la bolsa al suelo. La brisa comenzó a jugar con esta última, llevándosela a los tumbos entre vueltas carnero de fantasía.

-No pude. Cáguense de risa, pero no pude. Me acerqué a un grupo de cinco gatos que había en una lomita, cerca del edificio blanco que se ve desde Las Heras. Cuando me vieron, cuatro salieron corriendo como liebres. Desaparecieron en un segundo. Pero uno se quedó…-los ojos de Lucio comenzaban a humedecerse. Era una faceta del mellizo que pocos conocían, aunque no sorprendió a su hermano- Y el que se quedó me miraba, confiado, sin intuir que lo iba a ensartar con un fierro. Me miraba sin hostilidad, ¿entienden? Y no pude.

Daniel y Román se miraron. Román se encogió de hombros, como excusando a su hermano. Daniel entonces clavó la vista en Lucio.

-Está todo bien, Lucio. Pero no te olvides de lo que yo te voy a decir ahora. Cuando sea tu destino el que te está estudiando, acechando, y vos decidas quedarte quieto y mirarlo con cara de gatito confiado, tu suerte te va a pasar por encima. La vida tiene armas mucho más peligrosas que una punta de albañil. Mejor que empieces a hacerte hombre, porque el mundo es de los fuertes y el camino de los fuertes está tapizado con la piel de los cobardes ¿Te queda claro?

-Si…-Lucio estaba avergonzado. El pequeño discurso de Daniel lo había colocado en una posición de humillación. Y él lo entendía. El grupo tenía sus códigos y de alguna manera, él se había apartado de ellos.

-Bien. Guardá el fierro en el bolso. Encargate también del de tu hermano. Ahora sólo falta el Gordo. Alguno lo vio?

Ambos mellizos negaron con la cabeza. Ya eran las tres y cinco y el grupo comenzaba a hallarse en una situación extremadamente vulnerable. Cuando el trío comenzaba a intranquilizarse, la voluminosa silueta de Beto salió por detrás de unos arbustos. Se acercó jadeante. Daniel estaba serio, con el ceño dividido por una línea vertical muy marcada.

-Llegás tarde.

-Uf! Es que…me fui muy lejos…vine casi corriendo…

Su bolsa no estaba vacía, pero tampoco abultaba demasiado. Finalmente fue Román el que preguntó.

-Y gordo? Cuántos mataste?

Beto dejó la bolsa en el suelo y “arremangó” la boca de la misma, dejando a la vista su contenido aunque sin sacarlo. Era un gato grande, blanco y negro. Estaba desfigurado por los golpes. Casi no se podía reconocer la cabeza y el cuerpo era un amasijo blanduzco, con los huesos pulverizados. El garrote estaba teñido de rojo casi desde la empuñadura.

-Qué pasó, gordo? –preguntó Daniel, visiblemente sorprendido.

-Estos hijos de puta corren como demonios. Y vos me diste este palo de mierda. No los podía agarrar. Este no tuvo mejor idea que hacerme frente. Me saltó a la cara y lo agarré en el aire. Después simplemente lo rematé, pero creo que se me fue la mano, no?

-Y…un poco. Guardá el palo y agarrá la bolsa. Nos vamos. Rápido.

Daniel desarmó la ballesta con habilidad y terminó de recolectar las armas en el bolso. Luego salieron por donde entraron, arrojando primero el bolso por sobre la cerca y luego las bolsas con gatos muertos. Se movieron rápido y nadie los vio. Esa parte de la plaza estaba protegida por un piadoso cono de penumbra.

Aquella noche había valido la pena. La sensación de peligro, de estar por su cuenta y en riesgo de ser descubiertos, las consecuencias a las que deberían enfrentarse si algo iba mal.

Pero todo salió según los planes. La adrenalina había corrido generosamente por sus venas.  

Y les había gustado.

domingo, 7 de octubre de 2012

4- Estamos todos


Beto no era ni por lejos un alumno brillante, pero era un tipo querible y bastante popular. El estigma de su sobrepeso no lo condicionaba, o al menos no lo evidenciaba en su conducta. Era “el gordo” para todos. Pero era de esos gordos macizos, de musculatura respetable y una fuerza física considerable. Siempre de buen humor, con un chiste a punto de salir de su boca. No se comportaba como un pendenciero. Pero tampoco se dejaba avasallar. Las burlas malintencionadas, las faltas de respeto, los intentos por ridiculizarlo o pasarlo por encima, encontraban en Beto una respuesta seca y firme. Si aún así insistías en considerarlo un blanco vulnerable, posiblemente comprenderías la naturaleza errónea de ese juicio de la mano de un par de dientes rotos o una nariz hinchada.

El gordo había seguido los acontecimientos con la mirada desde el primer momento. Había leído la situación, y sabía que las cosas iban a terminar del modo en que estaban sucediendo. En un par de segundos dudó un millón de veces, y finalmente se decidió a intervenir desde una posición conciliadora. No era cuestión de ir al choque contra aquellas cuatro bestias, a pesar de tener unos cuantos recursos más que los mellizos, con los que estaban barriendo el patio del Colegio. Los preceptores estaban tomando café en la antesala de la sala de profesores, a inoportunos treinta metros de la acción. Nadie rompería códigos yendo a avisarles lo que estaba ocurriendo. Beto se acercó el epicentro de la pelea.

-          Muchachos, ya está. Déjenlos. ¿No ven que son pibes? –mientras hablaba, perfilaba su cuerpo robusto para interponerse entre Lucio y el gorila que lo estaba golpeando.

Uno de los jóvenes que sostenían al mellizo estiró una mano y abofeteó la nuca de Beto, sin soltar a Lucio, que aprovechó la interrupción generada por el gordo para tomarse un respiro de la golpiza. El rubio seguía forcejeando con Román, que a pesar de tener bastante sangre en la boca y la nariz seguía resistiéndose con fiereza.

- Callate y tomatelas, gordo puto. Esto no es con vos.

Cuando Beto sintió el golpe, más ofensivo que violento, lo sintió como una señal para que esa pelea fuera también suya. Sin decir nada más, disparó su pie derecho impactando con él al tipo que golpeaba a Lucio a la altura de los testículos.

-Uuuuhhhhhh! –Un lamento ahogado y la caída. El tipo se hizo un ovillo en el suelo, con ambas manos tomándose la zona golpeada, que comenzó a latir con vida propia.

Un murmullo generalizado (de aprobación? De entusiasmo?) se levantó entre quienes observaban la pelea sin intervenir. Los dos que estaban sosteniendo a Lucio lo soltaron y la cosa se emparejó. Tres grandotes contra los mellizos y el gordo. Al menos en número estaban equilibrados. Pero Román estaba mal. El rubio lo golpeaba con saña y lo iba a lastimar de verdad. Al parecer no era un enojo de pibe. Era la furia de un hombre despechado. Había odio allí. Y cuando el odio tallaba, las consecuencias podían ser graves.

El rubio se despachaba a su antojo, mientras sus amigos se ocupaban del otro mellizo y del gordo, cuyo papel era un poco más digno y luchaba casi de igual a igual. El líder del grupete de bravucones ya había ganado una pelea en la que su rival nunca había tenido chances, pero aún así seguía atacando. Hasta que sucedió algo inesperado: Sintió una presión en el cuello. Alguien lo había tomado desde atrás y con su antebrazo le presionaba la tráquea al límite de lo soportable. Apenas un hilo de aire podía pasar por allí. Los capilares de sus ojos comenzaron a irrigarse en extremo y a hacerse cada vez más anchos, su rostro a enrojecer con intensidad. En medio de esa situación inesperada, escuchó una voz a sus espaldas…

-          Me escuchás? Si me escuchás, decí que “sí” con la cabeza…

La barbilla del rubio subió y bajó sólo unos milímetros, un par de veces. La voz era aguda, como la de un chico al que la pubertad todavía no le había dado su viril baño de rudeza.

-          Te voy a soltar. Y cuando lo haga te vas a quedar en el molde. Vos y tus amigos se van a ir para el lado del aula de 5to. sin decir nada. Vamos a jugar a que nunca trataron de abusarse de sus físicos pegándoles a dos pibes mucho más chicos. Nos vamos a olvidar, te parece?

Era increíble el tono en que aquel pibe de segundo año, extrañamente fornido para su edad, le hablaba a un matón mucho más grande. No había miedo en su voz. Ni siquiera respeto. Eran palabras que reflejaban un desprecio vergonzante. Una forma de decir “…te trato como mierda porque es lo que te merecés…” Cualquiera podría entender que de eso se trataba. Hasta el propio muchacho rubio, cuyos ojos comenzaban a entrecerrarse. Los amigos del bravucón, los mellizos, Beto, los demás estudiantes…Todos habían quedado congelados en el sitio en que estaban cuando Daniel había decidido intervenir. Fue un instante mágico en que el tiempo pareció suspenderse. Podía escucharse como un estruendo el aleteo de los gorriones que cruzaban el límpido cielo palermitano de aquella mañana. Todos miraban, pero nadie hablaba y mucho menos amagaba con intervenir. Los protagonistas se habían recortado en su mundo paralelo y eran el espectáculo del día. O más bien del año. Aquel recreo iba a ser recordado por generaciones.

Los preceptores, dos jóvenes más cercanos a los veinte que a los treinta, se acercaron a la carrera. Iban a tener que dar muchas explicaciones por su distracción y sus consecuencias.

-          Soltalo! –le gritó uno de ellos a Daniel, que obedeció de inmediato sintiendo como el cuerpo del rubio resbalaba hacia el piso de cemento rústico con líneas amarillas de cancha de básquet.

El grandote intentaba recobrar el aire no sin esfuerzo, tomándose el cuello con la mano derecha. Lucio se había acercado a su hermano y con los últimos dos pañuelos descartables de su paquetito lo ayudaba a limpiarse la cara teñida de rojo desde la nariz hasta el mentón. Un diente flojo y la nariz inflamada, sin fracturas. La había sacado barata.

El preceptor que detuvo la pelea señaló consecutivamente a Daniel y al rubio.

-Vos y vos, vengan conmigo.

Y partieron con rumbo fijo a la rectoría. Beto, los mellizos y los compinches del rubio se desbandaron con rapidez, agradeciendo a su suerte por su inesperada impunidad. Todos estaban seguros de que la cosa seguiría en algún otro momento.

Mientras caminaba detrás del preceptor, las miradas de Beto y Daniel se cruzaron en una ráfaga fugaz. Daniel ensayó una media sonrisa.


Y le guiñó un ojo.

sábado, 6 de octubre de 2012

3- El comienzo


Se habían conocido en el secundario. Todos iban al Divina Concepción de Jesús, colegio católico, tradicional y centenario enclavado en el corazón de Palermo, frente a la Plaza Guemes. Estaban en tercer año pero sólo se tenían de vista o poco más. Habían hecho toda la primaria y los primeros años del secundario en la misma escuela, aunque en divisiones diferentes. Por obra y gracia del hambre de facturación de la dirección, había un a), un b) y un c). Los mellizos iban al curso a), Beto al b) y Daniel al restante. Los mellizos y el gordo se trataban por jugar juntos en el equipo de rugby de la escuela. Beto era pilar a partir de su peso, vehemencia y comprensión del juego, en tanto que Román y Lucio eran los wings de la escuadra. Veloces como el viento, aunque de cuerpos estilizados. Otro estilo, aunque no arrugaban nunca. El coraje estaba allí mismo. Sólo había que raspar un poquito con la uña. A fin de cuentas era bien poco lo que compartían más allá del vestuario y los entrenamientos de entresemana. Vidas diferentes. Amigos diferentes. La adolescencia es un universo de islotes, a veces separados por auténticos abismos. 

Sin embargo, sus destinos se unieron íntimamente durante algo tan cotidiano como un recreo. Román había dicho presente en la consideración de todos ganándose a una chica de cuarto año. Ella lo había buscado y él no había hecho nada para impedirlo. De algunos histeriqueos en el patio habían pasado sin escalas a un anochecer pleno de manotazos y jadeos en un pallier anónimo de la calle Julián Alvarez. Todo iba bien para él, excepto por un detalle: La chica salía con uno de los bravucones de quinto, de esos que andaban siempre juntos y gustaban de martirizar a los más chicos. El pibe se enteró por comentarios. A esa edad los chismes de ese tipo corren como reguero de pólvora, y llegan indefectiblemente a los oídos menos indicados, agrandados y distorsionados. El novio despechado era un grandote rubio, con la cara llena de acné y pelo desordenado. Andaba siempre con otros tres que parecían cortados por la misma tijera. Un ejemplo escolar de producción en serie. En el manual de supervivencia del alumno secundario, estaban en el primer renglón del capítulo “Gente con la que no hay que meterse”. Román, sin saberlo, le había quitado el cascabel al gato. Y el gato se había despertado.

Un par de días después de los osados escarceos con aquella rubiecita hermosa de tetas firmes, Román estaba parado en el patio durante el recreo largo de las 11.00. Con su hombro apoyado contra una columna, conversaba con una compañera de su división prometiéndole el oro, el moro y las siete maravillas del mundo a cambio de un beso y algunas otras cosas. El grandulón salió de su aula y enfiló directo hasta donde la parejita  estaba en la suya, ajena al mundo circundante. Algunos de los pibes más grandes  percibieron el germen de una pelea y aún sin dejar de hacer lo que fuera que estaban haciendo, comenzaron a prestar atención a la escena. El rubio se detuvo a unos centímetros de Román y le clavó los ojos, desafiante. El mellizo supo de inmediato de qué venía la cosa, pero optó por hacerse el desentendido. De todos modos el silencio era más pesado que las palabras y el propio Román decidió romperlo con una pregunta pueril…

-Qué? Pasa algo?

-Pasa que Valeria es mi novia. Pasa que te la transaste, pendejo. Y pasa que te voy a romper la cabeza…

-Yo no sabía. Creo que tenés que hablar con ella, no conmigo…

El pibito era osado, eso era innegable, pero estaba caminando por una cornisa muy delgada. Con esas palabras dio por terminada unilateralmente la conversación y se volvió hacia su compañera dispuesto a seguir en lo que estaba un minuto antes. El divertido murmullo de los testigos ocasionales del intercambio impregnó el aire y la cara del grandote se tiñó de un rojo furioso. A su enojo inicial se sumaba ahora la humillación pública. No podía dejar que las cosas terminaran así y decidió hablar en el lenguaje que mejor conocía. Sin advertencia previa disparó su puño derecho, que fue a estrellarse como una bala de cañón en el oído izquierdo de Román, que cayó al suelo algo atontado, su oreja roja y un zumbido intenso que no cesaba en el interior de su cabeza. Mientras la chica gritaba y huía espantada, el grandote se arrodilló a su lado y golpeó una, dos, tres veces a Román en la cara. Su nariz y su boca comenzaron a sangrar. No era una buena pelea: La diferencia física no lo permitía. Aún así, el mellizo se revolvía sobre su espalda e insultaba a su agresor…

-Dale, pegame cornudo…Sí, estuve con tu novia, y qué?...Era hora de que alguien la atienda como corresponde…forro!!

Cuando el rubio se disponía a seguir remediando con golpes lo que su corto ingenio no podía solucionar, algo sólido lo impactó en la espalda haciéndolo caer de bruces. No fue un golpe violento, por lo que logró rehacerse de inmediato y ponerse de pie. Al darse vuelta pudo ver a Lucio blandiendo una silla de las que usaban en las aulas.

-Dejá tranquilo a mi hermano, hijo de puta…

Antes de que pudiera comprender del todo el dinámico escenario planteado, tres de los amigos del rubio le arrebataron la silla de las manos a Lucio y comenzaron a golpearlo. Uno le pagaba, mientras los otros dos lo sostenían. Cuatro muchachos corpulentos de diecisiete años contra dos algo más jóvenes y decididamente más débiles. Y nadie se metía a separar. La atracción hipnótica de las peleas es irresistible para los jóvenes. Los preceptores y los curas brillaban por su ausencia…

Y entonces apareció Beto.

martes, 2 de octubre de 2012

2-Safari



Beto comenzó a trepar con dificultad. La cerca tenía poco más de dos metros, pero a él se le antojaba un Everest burlón dispuesto a desacreditarlo. Con la frente perlada de sudor y resollando sonoramente, llegó a la cúspide y pasó con vacilación su pierna derecha por sobre el paño de rejas. Luego hizo lo propio con la izquierda, y la inercia hizo el resto: El peso de su cuerpo fue demasiado para que sus brazos programaran un descenso controlado, y cayó del otro lado del vallado sin elegancia alguna, con su espalda sobre el camino de pedregullo rojo y sus dos piernas hacia el cielo. Estaba ileso, aunque herido en su orgullo. Daniel y los mellizos reían a carcajadas, mientras Beto los miraba con rencor infantil…

-Son boludos ustedes, eh! Se ríen de cualquier cosa!

El enfado del gordo sólo incrementó la risa de sus amigos, que siguió por varios segundos. La caída de Beto sería anécdota obligada en cada reunión por un buen tiempo, aunque él no se sumara a la diversión y se limitara a sacudirse el polvillo rojizo de la remera negra de manga larga que abultaba en exceso a la altura del abdomen.

Pasado el momento jocoso, Daniel se acercó al bolso y lo abrió con solemnidad, acuclillado en el suelo. Tomó del interior dos puntas de albañilería de extremos muy agudos. Luego volvió a introducir su mano en el bolso y sacó sendos tramos de metal de un grosor parecido: Las puntas y estas extensiones encajaban a la perfección. Lo que tenía ahora entre manos eran dos varas de un metro de largo, punzantes por demás. Se dirigió a los mellizos.

-Estas son para Ustedes…Está bien?

Fruncieron el ceño casi al unísono, una vez más como si se tratase de una imagen especular.

-No hay otra cosa? –preguntó Román por los dos. Sabía bien qué había que hacer, y hacerlo con aquellas varas no lo entusiasmaba en absoluto.

-Pueden agarrar piedras del suelo. Tienen miedo?-Ya asomaba en el rostro de Daniel ese rictus burlón que le gustaba utilizar y que ellos tanto odiaban. No le iban a dar el gusto. No esta vez.

-Las puntas están bien. Sólo preguntaba…

Román tomó una de aquellas piezas caseras y le extendió la otra a Lucio. Las blandieron a modo de prueba, calculando su peso y alcance. Parecían conformes, más allá del recelo inicial.

Daniel entonces sacó un bastón de madera de unos ocho centímetros de diámetro y cuarenta de longitud, de esos que usan los camioneros para controlar la presión de los neumáticos. A la altura de su mango, su grosor disminuía facilitando el agarre y contaba también con una pequeña lonja de cuero para ajustarlo a la muñeca. Se lo dio a Beto.

-Tomá, Bestia. Yo sé que a vos te gusta esto…


Beto sonrió, guiñó un ojo y se calzó la anilla de cuero en la muñeca derecha.

El bolso ya estaba casi vacío, excepto por unos hierros que se entrechocaban en el fondo de su boca negra con labios de cierre relámpago. Con movimientos cortos y la habilidad de quien sabe lo que está haciendo, comenzó a ensamblar diferentes piezas de lo que parecía ser un mecanismo único. En pocos instantes se develó la incógnita y una flamante ballesta refulgió en la noche. Daniel la miró con orgullo paternal y se dirigió a sus amigos, que no salían de su asombro…

- Les gusta?

- Hijo de puta! Está buenísima! De dónde la sacaste?

- Me la regaló mi viejo. La estuve probando el fin de semana en el terreno de las vías. Le pego a todo lo que le tiro.

- Y nosotros con esta mierda mientras vos tirás con esa belleza? –Beto fue el único que atinó a ensayar la tímida protesta.

- Viste? El mundo no es un lugar justo…

Con ese comentario Daniel dio por terminada la cuestión. Tenían cosas más importantes por delante. Consideró oportuno dar un par de indicaciones.

-Muchachos, les cuento cómo es: Acá los gatos son plaga, pero no los pueden matar por derecha porque si se enteran los ecologistas se pudre todo. Uno de los vigiladores entrena conmigo en el gimnasio y me ofreció esta changa. Treinta mangos por gato. Hay que matarlos y sacarlos. Mientras hablaba, les iba dando una bolsa de consorcio negra a cada uno de sus compañeros-. Hay un arreglo con la seguridad privada. Tenemos una hora sin que nadie nos moleste, pero si nos ve algún vecino, un patrullero o un boludo que pase por la calle, estamos por nuestra cuenta. Ellos van a negar todo y nos metemos en flor de quilombo. No sé Ustedes, pero yo me pienso divertir a lo grande.

Ni los mellizos ni Beto repreguntaron. Daniel había sido claro como el cristal. Siempre lo era.

-Cada quien cobra por lo que produce. Más gatos, más platita. Vamos?


Salieron los cuatro trotando en diferentes direcciones, internándose en la negrura arbolada del Botánico. Las siluetas de decenas de gatos se dibujaban sobre las superficies sembradas. El sitio estaba atestado. Los felinos se habían reproducido como conejos, un ejército de ojos astutos y orejas puntiagudas.
En ese contexto los cuatro cazadores urbanos comenzaron su pequeño safari furtivo. 

domingo, 30 de septiembre de 2012

1- Salto en alto


Eligieron atacar la reja a través de la placita de República Arabe Siria. Por Las Heras el tránsito era incesante y aún a esa hora de la madrugada pasaban incluso algunos colectivos. 

Sobre Santa Fe estaba la 23ª. No tenía sentido terminar presos por algo tan insignificante como entrar al Jardín Botánico de noche. Beto llevaba un bolso deportivo cerrado, que arrojó por encima del enrejado, cayendo del otro lado con un ruido metálico. Indudablemente era el más fuerte de los cuatro. Gordo. Demasiado para su metro setenta. El pelo enrulado y la mirada pícara. No era muy inteligente, pero iba al frente cuando había que poner el cuerpo y eso le valía el reconocimiento de sus compañeros. Vivía con su madre en un departamento de tres ambientes en Salguero y Arenales. Ella era un ama de casa gris y sin ambiciones, depresiva crónica e indiferente con un mundo que sentía de espaldas a ella desde su divorcio -tal vez desde antes-. Ninguno de sus amigos conocía al padre de Beto. Tenía 18 años y al igual que los demás, hacía pocos meses que había terminado el secundario. 


Luego de arrojar el bolso se dirigió a los demás.

-Vamos! Qué esperan? Apúrense que nos van a ver!

Los árboles de República Arabe Siria ocultaban sus movimientos a la eventual perspectiva de los edificios de la vereda opuesta, pero no era cuestión de confiarse. Igualmente ellos no planeaban un robo. Su incursión era más bien como una travesura. Una bastante osada. Allí estaban: Cuatro adolescentes un día de semana a las 2 de la mañana, trepando las rejas del botánico.

-Pará, gordo. Tranquilo. No te pongas nervioso. Está todo bajo control.

El que había hablado era Daniel. Por su fuerte personalidad, por su rapidez mental, por su frialdad en cualquier circunstancia, era el líder implícito de aquel grupo de amigos. Cuando había que decidir dónde ir o qué hacer, todos opinaban, pero era él quien tenía la última palabra. Si había que pelear. Si había que correr. Si había que guardarse. El los cuidaba y todos aceptaban que así era. Era Daniel. Y ninguno de los tres discutía a Daniel. Aunque Daniel fuese impredecible…y a veces diera la sensación de estar un poco loco.

En silencio y acompañando los movimientos de Beto y Daniel, estaban Lucio y Román. Eran hermanos mellizos, de esos que se parecen tanto como para confundirlos si no se los conoce bien. Por más que sus rostros se parecieran, sus personalidades eran muy diferentes. El tiempo se encargaría de no dejar dudas de ello. Obraba entre ellos una simbiosis casi patológica. Cuando sentían que uno de los dos estaba en riesgo, se transformaban. Era como si fuesen parte de un mismo organismo y lo que dañaba a uno repercutía irremediablemente en el otro. Si te metías con uno, lo hacías con ambos. Eran también los galanes del grupo. Tal vez su condición de mellizos ("no gemelos", se encargaban de aclarar cada vez que tenían oportunidad) fuera una especie de fetiche para las mujeres, pero el punto es que caían como moscas. Eran lindos pibes. Buenos físicos. Ojos brillantes. Un mechón de pelo lacio que les caía sobre la frente y sonrisa como para derretir un témpano. Conseguir mujeres no era un problema para ellos, lo que les valía la complicidad condescendiente de Daniel y el recelo nunca confesado de Beto, quien sentía que las chicas miraban  a través de él como si fuera transparente, como si no lo registraran.
 
Los mellizos eran por lejos los más ágiles, en oposición a la corpulencia fibrosa de Daniel o la obesidad descuidada de Beto. Daniel les hizo un gesto, dándoles al fin la indicación que esperaban.

-Vamos chicos, rápido.

Román tomó carrera y de un salto se encaramó firmemente en la parte superior de la reja, comenzando a empujar con sus pies que encontraban apoyo en el cuerpo labrado de la valla. Lucio lo siguió de cerca. Se movían de la misma manera. Era surrealista tanta identificación, tanto parecido entre dos personas.

En pocos segundos estuvieron dentro del predio. Tomaron el bolso que Beto había arrojado y velozmente buscaron cobijo entre las sombras de los frondosos árboles.

Daniel y Beto se miraron con algo de duda. A Daniel le gustaban los fierros. Se mataba todos los días en el gimnasio de Guemes y Julián Alvarez, que había sabido ser un sitio selecto, pero merced al avance de las cadenas de megagimnasios se había transformado en un antro de olor rancio y paredes húmedas.

“Mejor –decía- Es un gimnasio de machos, no como esos otros que están llenos de putos…”

Daniel era bastante intolerante, y coqueteaba con ideas filonazis aún sin haber tocado un libro de historia. El punto era que había sabido cultivar una musculatura importante, aunque como contrapartida sus movimientos fueran algo torpes y lentos.

-Vas a poder solo? –Le dijo a Beto con una sonrisa socarrona en el rostro. El gordo recogió el guante.

-Claro que voy a poder. Saltá de una vez, dale…

Daniel asintió y con una corta carrera saltó sobre el vallado, que se sacudió con violencia como si lo hubieran aporreado con un poste de luz. Con notoria lentitud, pero con la innegable fortaleza de sus brazos, superó el obstáculo con éxito, reuniéndose con los mellizos unos metros más allá. Desde allí, con vos atenuada, los tres muchachos comenzaron a alentar a Beto ayudándose con ademanes.

-Dale, Gordo…Saltá!